Un hombre embriagado de poder…


Los recientes hechos en Egipto permiten extraer numerosas conclusiones en diferentes campos: un ejemplo de esto son las apariciones de Diana Uribe cada noche en uno de los dos canales privados de nuestro país; claro está, hay que entender que intentan vender a toda costa, pero por otra parte, nos beneficiamos de escuchar en la extinción del día a tan maravillosa historiadora que ha dado nuestra tierra.
Sin embargo, las palabras que podemos enunciar ahora no se orientan en el mismo sentido de examinar el pasado, el presente y el posible futuro que le espera a Egipto. Hablaremos solamente de la situación que caracteriza a los hombres que detentan el poder y no quieren renunciar a él de ninguna manera…
El dictador, cabeza del régimen en Egipto, Hosni Mubarak, ha declarado en numerosas ocasiones que no dejará el poder porque su pueblo lo necesita; no renunciará porque las protestas están impulsadas por la oposición; no dejará que su pueblo tome una decisión equivocada con esta serie de protestas.
Nada más falso. Hemos encontrado diferentes hombres que a lo largo del tiempo han encontrado la forma, las razones, las justificaciones, las falsaciones, el apoyo, los secuaces, las masas, las conspiraciones, la represión, el abuso del poder, los asesinatos, las desapariciones, en resumen, han encontrado todo tipo de mecanismos que les permitan seguir en el poder indefinidamente.
La sed de poder en el hombre (evoco el término genérico de hombre refiriéndome a toda la humanidad), – que es igual a la sed de amor –, es una sed insaciable, infinita, no conoce límites, no encuentra barreras; entre más poder tenga un hombre, más poder querrá. Cuando el dictador Mubarak, – porque es un dictador, no tiene otro significado en el lenguaje su actuar y su proceder, por más que las superpotencias de Occidente lo hayan calificado como un mandatario –, dice que no abandonará el poder porque tiene la firme convicción de ayudar a su pueblo, de hacerlo progresar, de llevarlo hacia un desarrollo que le permita reinventarse a sí mismo, de construir las condiciones de un proyecto histórico significativo para la humanidad, no está más que perpetuándose en el poder y está impidiendo soluciones a su pueblo exceptuando las de la violencia, la sangre y la muerte.
El poder trae un tipo de corrupción tan extrema que invade toda la existencia del ser humano, embriaga todo ideal posible, satura todo sistema de creencias y valores, lleva a las mentes más sanas a los exabruptos más inconcebibles (debe ser porque aquellas mentes sanas nunca fueran tan sanas como pensábamos), destruye los lazos en cualquier sociedad por más avanzada que se piense ésta.
Pero, ¿acaso el poder siempre presenta estos efectos negativos que nos hemos permitido enunciar aquí? Habrá que establecer, en primera instancia, que el abuso de poder es lo que permite que se presenten situaciones tan extremas para un país como las que actualmente se encuentra viviendo Egipto. Sí, son aberraciones que se presentan en muchos países que tienen un régimen dictatorial por gobierno, naciones en las cuales se han aniquilado las fuerzas que generan un equilibrio – democráticamente hablando. Estos países – conocemos las atroces consecuencias de las dictaduras de cerca: Chile, Argentina y Cuba, pero no tan de cerca… – han vivido la barbarie de un sistema totalitario que intenta obtener el poder por todos los medios posibles: golpes de Estado; reelecciones indefinidas; alianzas con militares, guerrillas, paramilitares…
Cuando un proyecto de gobierno totalitario destruye las instancias que pueden sostener el equilibrio en un país se acaba la democracia y todos los poderes se concentran en un solo hombre, capaz de decidir las vicisitudes, la vida y el destino de una nación. Es eso lo que pasa en Egipto, es eso lo que ha pasado en diversos regímenes, es eso lo que ha pasado en las revoluciones, es eso lo que ha pasado y seguirá pasando siempre, puesto que el poder seduce y corrompe a los hombres hasta reducirlos a grises individuos que deben seguir los mandatos que permitan alimentar la riqueza, el prestigio, la producción, el poder del hombre que se encuentra a la cabeza; hace que los mandatarios de un pueblo no sean más que tristes seres sedientos de más y más poder.
De modo que no se trata solamente de luchar por el destino histórico de un pueblo para hacerlo ser mejor de lo que es, – como ostenta Mubarak –, se trata de que el hombre se encuentra profundamente embriagado de poder…

Esteban Ruiz Moreno

9 de febrero de 2011

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