UNA CADENA DE MIEDOS




Graziella Baravalle
Publicado originalmente en "Manías, dudas y rituales", Editorial Paidós.

LOS MIEDOS

¿Quién no ha tenido la desagradable experiencia de despertarse angustiado porque de su boca no salía sonido alguno cuando intentaba decir algo en medio de un sueño? Casi todos hemos tenido alguna de esas pesadillas y por eso podemos imaginar cuánto peor ha de ser cuando eso sucede, pero uno sabe que no está soñando.
Por esta razón vino a verme un joven profesional, inteligente, con muchos recursos para, como se dice vulgarmente, «triunfar en la vida», pero a quien todo le resultaba particularmente difícil porque ese temor no poder hablar le impedía desarrollarse debidamente en su profesión. Es profesor de historia (una actividad por otra parte con una tradición familiar que él honra) y ha tenido que pedir la excedencia primero y luego directamente se ha puesto a trabajar en una gran editorial donde su trabajo de investigación hace innecesario que hable en público y por tanto no debe pasar por la experiencia para él bastante aterradora de temer «quedar se sin voz».
Este joven, al que llamaré Demóstenes, sabe también, y así me lo explica, que este temor que este temor obsesionan de «quedarse sin voz», manifestación más evidente de que algo no anda bien para él, pues lo incluye dentro de un malestar general, más amplio, que describe como «ir sin frenos por la vida».
No solo tiene miedo de quedarse sin voz cuando debe expresarse en público; hay otros temores y obsesiones que lo persiguen permanentemente, y por lo tanto vive en un estado constante de inquietud y de zozobra, aunque para todos los que le rodean él es un
hombre perfectamente normal, culto, educado, trabajador, que ha hecho un buen matrimonio, que gana un buen sueldo, etc., etc.
Además, aparte de sus temores, vive con la sensación de que «está vacío», de que la vida se le escapa entre las manos.

LA NOVELA FAMILIAR

En la primera entrevista que tenemos le pregunto si tiene alguna idea formada acerca de lo que le sucede, lo que los psicoanalistas llamamos tener «una teoría sobre el síntoma», y me explica que en su opinión todo se debe a su infancia. En su casa, dice, todos hablaban muy poco, estrictamente lo indispensable. Cuando todos estaban juntos, por ejemplo durante la hora de las comidas, el ambiente era muy tenso y él tenía miedo a su padre. Pero tampoco hablaban mucho entre los hermanos o con su madre, no había conversaciones obre cosas íntimas, sobre sentimientos, aspiraciones o deseos, era todo como si se hablara solamente para pedir algo, u ordenar alguna cosa. En realidad, siempre sintió que su padre no lo quería, y a medida que fue creciendo, el enfrentamiento con su padre fue mayor, hasta que éste un día lo echó de la casa, le mostró la puerta diciéndole: «Tú no eres mi hijo».
      Siempre había odiado trabajar con su padre en el negocio de maquinaria agrícola que tenían en su pueblo. Para él lo peor era el silencio entre ellos, no sabía qué decirle. Y por eso, porque no quería trabajar allí, terminaron por considerado el vago de la casa y su hermano mayor ocupó el papel del hermano modelo. Desde la adolescencia, Demóstenes decidió que estudiaría para poder abandonar ese mundo pueblerino y agrícola y escogió la historia como campo de estudio porque había sido la profesión de su abuelo materno, un historiador con bastante renombre.
Cuando anunció a su familia que se inscribiría en la licenciatura de Historia, su padre le dijo: «Muy bien eso es lo que te conviene. Tú tienes mucha labia». Y él lo interpretó como una alusión peyorativa a su costumbre de replicar a todas las órdenes que le daban.
Además de su hermano mayor, tenía una hermana bastante menor que él, muy querida por el padre. Vivían con sus padres en una casa contigua al negocio familiar, y cerca de la casa de los abuelos maternos. Su abuelo representó para él una figura masculina tranquilizadora, un modelo a seguir, y con él mantenía relaciones de gran afecto y admiración. Nunca comprendió muy bien cómo llegó a establecerse esta diferenciación entre su abuelo y su padre, tan hosco e inquietante para él, un hombre bastante primitivo,
vulgar y que aun en el lecho de muerte había intentado pellizcarles el trasero a las enfermeras. Tampoco comprendía cómo su madre se había casado con un hombre así.
El analizante no recuerda exactamente cómo comenzaron los problemas. Desde muy pequeño había sentido que no tenía un lugar propio en esa casa, y se imaginaba que tal vez lo habían encontrado debajo do un puente. Como prueba para su hipótesis estaba el hecho de que en la casa había una foto del bautizo de sus dos hermanos, pero de él no.
También cree recordar que su madre le había comentado que, cuando se quedó embarazada por segunda vez, el padre se enfadó y dijo que no quería tener otro hijo. En cambio el padre se alegró mucho cuando nació la hermana menor. Sin embargo él nunca tuvo celos de esta hermana. Le gustaba jugar con ella, cuidarla y peinarla.
A lo largo de los meses, Demóstenes siguió contando su vida pasada, además de los sucesos y miedos de su hacer cotidiano, que eran muchos. Pues no sólo tenía miedo a quedarse sin voz, sino que ahora, cuando tras haber cambiado de trabajo ese peligro se le presentaba pocas veces –aunque deseaba recuperar su puesto de profesor–, también tenía miedo de morirse, y por tanto temía subir en avión, ir en el coche que conducían otros, o estar con enfermos. Y además experimentaba permanentemente grandes sentimientos de culpa porque continuamente le asaltaban ideas «pecaminosas» respecto a otras mujeres. Sus fantasías eróticas le hacían sentirse infiel hacia su mujer y siempre estaban dirigidas hacia otras mujeres con las que suponía podría tener más placer que con la propia.
También le resultaban angustiosas las relaciones con sus superiores en la gran editorial en la que trabajaba, y como suele ser habitual en este tipo de personas de estructura obsesiva, la relación con sus jefes era objeto de muchísimas sesiones. Especialmente la relación con su superior jerárquico –el director general– lo sumía en todo tipo de ansiedades, ya que este hombre era para él el padre que le hubiera gustado tener; pero al mismo tiempo muy exigente con el trabajo; y otro de los problemas de Demóstenes es que no puede hacer nada tiempo. Siempre lo deja todo para el último momento y se le van acumulando las carpetas y los proyectos. Lo cual constituye una nueva fuente de preocupaciones y su tiempo se encuentra permanentemente lleno de proyectos sin acabar, de miedo a no terminados y de horas extras cuando se queda en la editorial en un intento por poner las cosas a punto.

Es obvio que corno resultado de estos problemas laborales que le consumen tanto tiempo, y de sus fantasías eróticas, que le consumen tanta energía mental, la relación con su mujer se ha ido deteriorando.
Mientras me va contando su historia en el correr de las sesiones, se da cuenta de que en realidad se ha casado con esta muchacha, una amiga de la infancia y única mujer de su vida, para escapar del yugo paterno, pero ha caído en otras manos no menos severas, ya que su mujer representa para él siempre algo superior ante lo cual él, con sus deseos por otras mujeres, queda muy por debajo del ideal. Él «nunca da la talla», y siempre se le cruza fugazmente, cuando está por conseguir algo bueno, la siguiente idea, como murmurada a su oído por una voz que él mismo califica de obscena: «No te lo mereces».
Esta idea de que «no se lo merece», hizo que pospusiera bastante tiempo la idea de consultar a un psicoanalista. Él sabía que el análisis lleva tiempo y cuesta bastante dinero –que por cierto él puede pagar–. Y por lo tanto había acudido a un psicólogo conductista, que le había propuesto una terapia breve sobre puntos o focos concretos, como el miedo a hablar y el miedo a volar. La terapia consistía en... ¡hacerlo pasar por situaciones de miedo para que comprobara que no había de qué tener miedo! A lo que se agregaba una medicación que al paciente... le había dado miedo porque implicaba el peligro a una adicción.

LA TRANSFERENCIA Y LA PULSIÓN

El conductismo, y las terapias llamadas breves, apuntan a resolver en poco tiempo los síntomas que angustian al sujeto, y por lo tanto consideran una pérdida de tiempo preguntarse el porqué, las causas que provocan estos síntomas, y que en un psicoanálisis a veces tardan mucho tiempo en esclarecerse, ya que tienen que ver, como efectivamente lo había intuido Demóstenes, con la historia familiar de cada uno –lo que el psicoanálisis llama «la novela familiar del neurótico»– y las fantasías que las personas nos hacemos al respecto de nuestra propia novela edípica. Estas fantasías van apareciendo de diversas maneras a medida que el analizante recuerda su historia y establece una relación con el psicoanalista –la transferencia– que está impregnada de esa misma historia y de esas mismas fantasías, en las que se juega su deseo. El psicoanalista, que al principio es idealizado por el analizante como aquel que sabe de sus problemas y puede aliviar sus sufrimientos, empieza a formar parte de la historia y las fantasías del paciente, se convierte en un objeto de esas fantasías, y así en la transferencia –y éste es el tiempo específico del análisis– podrá enfrentarse a lo que en realidad desea, cuál es su posición respecto a las identificaciones sexuales que, según el psicoanálisis, no están determinadas solamente por la anatomía sino que, en los seres humanos, están atravesadas por el lenguaje y los deseos de quienes nos han dado la vida y nos educan.
Alenté entonces, en los primeros tiempos, a Demóstenes a que siguiera hilvanando su historia. Según él, su inquietud viene de lejos. Siempre sintió que «no tenía un lugar» en su casa. Pero esa sensación se vio suavizada al empezar el colegio, Es decir que entonces remitió su neurosis infantil y entró en el período de latencia, en el que los niños transforman el deseo de saber sexual (cómo nacen los niños, por qué la mamá no tiene pene, por qué la hermanita es como es, por dónde nacen los niños, es decir el período de la invención de las teorías sexuales infantiles) en un deseo de saber más intelectual, más socializado, que es la sublimación de esa pulsión epistemofílica.
Demóstenes era un niño inteligente y fue un alumno modelo. Sacaba las mejores notas y eso le permitió obtener un reconocimiento familiar, especialmente por parte de su abuelo. Hasta que ingresó en la facultad siempre le había gustado salir a dar la lección y hablar delante de la clase sin ninguna dificultad. Cree que la idea de que se podía quedar sin voz, sin palabras, le había empezado a surgir en el primer año de sus estudios superiores. Pero no está seguro. Tal vez empezó en el verano inmediatamente anterior a su ingreso en la facultad, un verano fatídico en que tuvo que trabajar junto a su padre porque no había conseguido otro trabajo y su novia, durante las vacaciones, había tenido una relación sentimental con un hombre mayor. Coinciden en este período, como dos factores desencadenantes de la neurosis adulta, el enfrentamiento con su padre y la aparición de un rival más potente, justo cuando él está afirmándose como hombre con su novia y en sus estudios.
Durante el tratamiento este hombre, poco a poco, fue perdiendo todos los miedos que lo atormentaban y, paulatinamente, su vida ha dejado de ser una angustia permanente y una zozobra constante.
A continuación voy a señalar cuatro momentos clave durante su cura en los cuales se ve bien cómo está articulada la pulsión con el lenguaje, es decir con la manera como el analizan te dice en su narración al analista los hechos de su vida, y la importancia que tiene esta narración para el trabajo con la transferencia.

Primer tiempo

Me cuenta que su mujer ha recibido una llamada telefónica en la que le dicen que una prima, que se llama igual que yo, ha muerto de un ataque al corazón.
Aquí coinciden tres elementos significantes, que ya han aparecido en su discurso anterior y que son: la voz de la llamada (voz de otro, que aparece y puede desaparecer, como su voz cuando tiene que hacer una presentación o dar una clase); el recuerdo de su padre, que murió de un ataque al corazón, y al que él odiaba, con lo cual su sentimiento de culpabilidad encuentra una justificación en la realidad; y por último, una persona que se llama igual que la analista y que ha muerto, con lo cual la analista en la transferencia queda colocada en el lugar del padre.

Segundo tiempo

En una sesión cuenta un sueño. Está solo con una mujer embarazada en un lugar que se parece un poco a la casa de su abuelo. Pero hay un peligro y él debe huir, Quiere gritar y llamar pero no puede.
Cuando le pregunto qué asocia con ese sueño me dice que no sabe quién es esa mujer. Que la inminencia de un peligro es algo que aparece repetidamente en sus sueños y también en sus angustias cotidianas, y que obviamente quedarse sin voz es uno de sus grandes temores. Éste es un momento importante en su análisis, porque, a pesar de que ya han transcurrido en ese entonces dos años de análisis, es el segundo sueño que ha traído a sesión porque siempre olvida lo que sueña.
Le digo que es muy probable que la única mujer embarazada que vio en casa de su abuelo sea su madre cuando ésta esperaba a su hermana pequeña. Él dice que no cree que esa mujer sea su madre. Entonces le digo: «Esto puede tener que ver con su deseo de tener hijos».
Esta frase mía es equívoca y ambigua. El adjetivo posesivo «su» puede referirse tanto al deseo del analizante, como al del personaje del sueño, como a cualquier tercera persona. La mujer de Demóstenes no quiere tener hijos; él antes tampoco quería, pero en los últimos años de su matrimonio le pareció que ya era tiempo de tenerlos. Sin embargo, su mujer se opuso, alegando cuestiones de estudio y de trabajo. Es una mujer con características que se podrían considerar «masculinas», ya que no quiere saber nada tampoco de las tareas del hogar y sólo viste con pantalones, al mismo tiempo que se corta el pelo como un varón, aunque siguiendo los dictados de la moda. El analizante se ocupa de la cocina y de las compras (en su lengua materna cuando una mujer está encinta se dice «que está de compra»). Pero mi frase también puede referirse a la posición femenina de Demóstenes con respecto del padre, en aquella época de su infancia en que atravesaba por la posición llamada del «Edipo invertido». Volveré sobre esto.
Mi frase tuvo el efecto de una interpretación, justamente porque era tan equívoca y plurideterminada. Veamos lo que pasó en la sesión siguiente.

Tercer tiempo

Apenas ha comenzado a hablar dice que se siente mal, piensa que va a desmayarse, dice que ha tomado mucho vino durante la comida. Por lo tanto me pide que lo disculpe pero quiere irse. Me paga y sale precipitadamente. Considero que esa frase ha actuado como una interpretación, con lo que quiero decir que ha tocado algún elemento de su fantasma, porque inmediatamente aparece el desvanecimiento, algo muy común en las mujeres embarazadas, tras haber estado hablando de este tema, y durante un período de la cura en que la analista ocupa un lugar transferencial del padre. Por eso él necesita abandonar precipitadamente la sesión. El encuentro con el padre en esa posición feminizada le resulta insoportable porque supone su castración.

Cuarto tiempo

La semana siguiente afirma que ha estado pensando en la muerte. Ha recordado a esa amiga de su mujer. Se siente muy identificado con ella, eran muy afines. Siempre mantenía largas conversaciones con ella cuando venía a visitarlos.

CÓMO OPERA EL PSICOANÁLISIS

Creo que en estos cuatro tiempos, en los que he resumido muchas sesiones, puede leerse que el analizante no ha podido abandonar su posición pasiva ante el padre. Esta posición femenina (que a veces produce en este tipo de analizantes el temor de ser homosexuales) es insoportable para él –como lo explica Freud en su trabajo Análisis terminable e interminable[1] y le despierta deseos de muerte hacia el padre (expresados en la sesión como deseo de muerte hacia la analista, hablando de la muerte de una persona con mi mismo nombre). Este deseo de muerte se había manifestado durante su vida como un odio acérrimo hacia el padre y con los sentimientos de culpa que ello conlleva. Mi interpretación implica que lo que él no puede decir, lo que lo priva de voz, es su amor por su padre, su deseo de ser poseído por él, y de ocupar el lugar de la madre en la escena primitiva, ese recuerdo fantaseado de la primera vez que viera a sus padres en el coito.[2]
Queda entonces siempre en esa posición pasiva como objeto del deseo del Otro, que es una de las fases del complejo de Edipo: no se trata de una posición homosexual; es un paso necesario para acceder a la virilidad. Pero él se ha quedado en esa posición, identificado con la hermana pequeña, (a la que el padre sí había querido) y también identificado con esa amiga muerta.
El desvanecimiento que sufrió en aquella sesión puede remitirse a la afánisis del sujeto, en un momento de caída de las identificaciones como resultado de la interpretación, pero sobre todo en este momento del análisis a una identificación con una posición femenina de goce. Si no puede aceptar –ése es el trabajo que hace durante su análisis– esa posición de amor por el padre y simbolizarla, tampoco podrá abandonarla para lograr lo que J. Lacan describe como el objetivo de la cura en un hombre: «Hacerse reconocer como hombre en su función viril y en su trabajo; asumir los frutos de ese trabajo sin tener el sentimiento de que es algún otro el que los merece y lograr un goce que podría denominarse pacífico del objeto sexual, una vez que éste ha sido elegido».
Nada de esto era posible para Demóstenes antes de iniciar su análisis, y es lo que ya había conseguido poco tiempo antes de terminarlo aunque efectivamente cinco años de análisis no constituyeron una «psicoterapia breve».
Cuando vino a verme por primera vez se sentía culpable de todos los beneficios que obtenía en la editorial, a pesar de que ya había sacrificado la profesión que amaba. Se sentía culpable de las fantasías sexuales que albergaba hacia otras mujeres y vivía inquieto con sus múltiples miedos. Su ideal era hablar serenamente –el ideal del dominio del cuerpo, un cuerpo vaciado de goce– como algunos locutores de radio que le encanta escuchar, como su abuelo cuando le enseñaba. Este ideal de serenidad se le escapaba. Su voz, si no la contenía[3], podía expresar tanto su amor por el padre como las fantasías sexuales con otras mujeres que no eran su esposa, y que lo asaltaban permanentemente impidiéndole mantener siquiera relaciones amistosas que le resultaban agradables.
Tampoco podía gozar sin culpa de sus éxitos laborales. La voz siempre le decía: no te lo mereces. Y él mismo calificaba a esa voz de obscena y repugnante.
Es prácticamente imposible concebir la función del superyó, dice Lacan, si no comprendemos lo esencial de la función de objeto a realizada por la voz, voz pura que se instaura en el lugar del Otro (Otro que en el desarrollo individual en general es ocupado por la madre), y luego por las personas que detentan la autoridad o el poder. Hay un goce en esta remisión al Otro de la función de la voz. Esta voz que, en tanto objeto parcial, es el primero en la serie de los objetos, aunque se la suele dejar en la sombra, y es el primer objeto porque vehiculiza la demanda, demanda justamente de tener un lugar en el deseo del Otro.
Esta voz, manifestación superyoica, unión de la pulsión oral e invocante, transfiguración del objeto a, lo impulsa al goce de la unión con la madre embarazada, a la identificación con la hermana pequeña y la amiga muerta, cerrándoles el acceso al placer. Aquí la voz del padre sólo se recuerda como vociferante: «Tú no eres mi hijo». La firmeza del padre que da nombre, que permite identificarse con él y tener a otras mujeres, aunque no pueda tener a la madre, ha quedado velada por ese otro aspecto del superyó que con su jaculatoria de «no te lo mereces» impide la llegada la orden que permite la conjunción entre el deseo y la ley, que permite que el sujeto se vea libre de toda tiranía (ya sea de una mujer, de un jefe, o de otra autoridad).
Recordemos que en el complejo de Edipo, tanto en el varón como en la mujer, en un momento dado el sujeto otorga una preferencia al padre respecto de la madre.
Hay una transferencia de potencia. Aquí divergen los caminos del varón y de la mujer.
El muchacho encuentra un freno a su amor por el padre en la angustia de castración, que produce la renuncia al padre como objeto de amor, renuncia que se ve sancionada por la identificación con el padre. El hijo se identifica con el padre en tanto lo ha amado y ha renunciado a ese amor. Se trata de la identificación llamada regresiva y de la formación del ideal del yo.
El superyó, en el sentido del superyó freudiano, la conciencia moral heredera del complejo de Edipo, es correlativo a la formación del ideal del yo y corresponde a las obligaciones que desde entonces atañen al sujeto.
Si esa demanda de amor al padre se disuelve, también desaparece el motor esencial de la servidumbre voluntaria (en nuestro caso temor al jefe, necesidad de «quedar bien», angustia por los deseos que contrariaban a su mujer, etc.). Pero si esto no se ha producido la demanda recae sobre el propio sujeto: la voz vocifera: «No podrás», «no te lo mereces». Esto es lo que Lacan denominó el superyó obsceno y feroz, que alimenta permanentemente el sentido de culpa. Este otro superyó, opuesto a los principios del sentido común en lo que al bien se refiere, es muy importante para el psicoanálisis, como lo mostró Freud en su gran libro El malestar en la cultura. El bien que nos propone esta voz es el goce absoluto, en este caso el silencio, representante de la pulsión de muerte, aunque implique la pérdida de lo que más se desea, justamente porque el sentimiento de culpa impide al sujeto apropiarse de su deseo. J.-D. Nasio sostiene en su libro Enseñanza de los siete conceptos cruciales del psicoanálisis que este superyó tiránico no sólo tiene relación con la crisis edípica, sino con todo traumatismo sufrido por el sujeto, independientemente de su edad, cuando sus propios fantasmas le hacen oír la voz de un adulto como una intrusión brutal y desgarrante.
Entonces la palabra simbólica y estructurante es anulada por la vociferación.
Esto está registrado en la historia de este analizante en dos oportunidades: «Tu padre no te quiere», dicho por la madre y «tú no eres mi hijo», dicho por el padre, cuando lo echó de la casa, La mezcla de estas dos vociferaciones condensa en mi opinión la historia edípica del sujeto, su novela familiar: la madre que lo quiere y es su cómplice, el padre que lo odia y lo echa de casa, y por tanto funciona como escena primaria, Sabemos que se encuentra en general un fantasma fundamental en la histeria y otro distinto en la neurosis obsesiva, aunque a veces la diferencia no sea tan evidente, J .-D. Nasio describe el fantasma en la neurosis obsesiva de un modo que coincide exactamente con este caso, Dice: «La instantánea de la escena del fantasma obsesivo puede representarse así: un niño pequeño, lleno de deseo incestuoso por su madre y preso de angustia (de castración), oye la voz interdictara del padre que le prohíbe realizar ese deseo bajo pena de castración, la zona erógena en torno a la cual se organiza ese fantasma es el oído que vibra, sufre y goza por haber oído la voz imperiosa del padre».[4]
No debemos olvidar tampoco que existe un fantasma de fecundación por la voz, por ejemplo en la historia evangélica, de la Virgen por el Espíritu Santo, que puede haber sido también una de las teorías sexuales infantiles de Demóstenes.
La voz de esta conjunción ordena quedarse en esa posición femenina que no ha podido ni reconocer ni abandonar hasta que no ha avanzado en su trabajo psicoanalítico. Sus fantasmas le habían impedido recordar otras palabras, otras voces de su padre, o de su abuelo, que seguramente han existido.
Incluso el comentario acerca de «su mucha labia» que hiciera el padre respecto de su decisión de estudiar el profesorado de historia, desde otra perspectiva hubiera podido interpretarse positivamente.
En estos cuatro tiempos del análisis de Demóstenes se dio la posibilidad de intervenir y de interpretar esa posición pasiva del analizante En el curso de la cura Demóstenes ha cambiado, ha modificado su aspecto físico, resultando más espontáneo y vital. Ha recuperado antiguas aficiones placenteras y ha decidido presentarse nuevamente a oposiciones como catedrático, así como también modificar su vida amorosa.
Después de esos cuatro momentos que he descrito, el analizante intentó recordar nuevamente cómo y cuándo había empezado a faltarle la voz. Esta vez ha recordado una serie de oportunidades en las que había tenido que hablar de temas relacionados con el delito, con temas de ética, temas que yo relaciono con la aceptación de la ley que impone el padre simbólico.
A pesar de mis comentarios, él no encuentra razón alguna para este síntoma. Le respondo –siguiendo los consejos de Freud– que siempre hay alguna razón. Y entonces dice: «Seguramente tengo miedo de que aparezca algo que está oculto, el resto del iceberg. Fíjese, hoy me llamó una secretaria, en la editorial, y me preguntó, refiriéndose a la hora, si todavía estaba allí. Y yo inmediatamente le contesté: sí, todavía no me han echado. Y luego me pregunté a mí mismo porque había dicho eso».
Comienza entonces otro tiempo en la cura en que se produce un viraje importante en el nuevo recorrido de la novela edípica. El padre echa al hijo de casa por sus deseos incestuosos hacia la madre. Se ha abandonado la posición pasiva ante el padre y puede procederse a la identificación con el mismo. A partir de ahora la tarea de Demóstenes fue reconocer su deseo reprimido y recuperar la voz que había dejado en manos del Otro originario. Este reconocimiento y aceptación de su feminidad permitirán su paso a identificaciones masculinas y también a su paternidad. Demóstenes ha encontrado lo que él llamaba «un lugar». Desde ese lugar podrá enfrentarse, sin todos esos miedos y angustias paralizantes, a lo que le depare el destino, pero también este destino será en gran medida su responsabilidad.
La cadena de miedos se ha roto. Y esto ha sido posible porque se ha constituido otra cadena, de palabras no dichas anteriormente y que ahora han podido ser articuladas. Estas palabras reprimidas ocultaban las fantasías incestuosas del analizante y ese objeto que causaba su deseo, la voz que le hablaba obsesivamente, y que parecía ser algo exterior. Sin embargo, era lo que constituía lo más íntimo de su ser (der Kern unseres Wesen, en palabras de Freud).
Poder aceptar esa división y saber acerca de ella, no solamente cura al analizante de sus síntomas –que es lo que interesa fundamentalmente– sino que posibilita una nueva posición del sujeto ante ese saber, lo que impedirá que los síntomas se repitan incesantemente.
El sujeto será entonces no lo que sus antepasados hayan hecho de él, ni tampoco esos dones al Otro (donar su voz, y quedarse sin voz), sino su propio artífice, en lo que él haga de su vida.

NOTA SOBRE LOS AUTORES
Graziella Baravalle es licenciada en Filología y psicoanalista, Es miembro de la Asociación Apertura de Barcelona, donde imparte seminarios, y miembro de la Fundación Europea para el Psicoanálisis. Coautora del libro Anorexia. Teoría y clínica psicoanalítica, de esta misma editorial.




[1] Freud, S., Análisis terminable e interminable. Obras Completas, t. IX, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974.
[2] Freud, S., El hombre de los lobos. Obras Completas, t. VI, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974.
[3] En este caso se produce una imbricación particular entre la pulsión anal y la pulsión invocante, ya que el analizante «retiene» la voz, igual que en la fase anal retiene los excrementos que pide la madre (o quien ocupa su lugar). Es importante pensar bs pulsiones teniendo en cuenta lo que Freud escribe tanto en su texto sobre las parálisis en la histeria como en lo que escribió acerca de las teorías sexuales infantiles. El cuerpo pulsional no es el cuerpo anatómico, sino que está constituido en base a estas teorías sexuales infantiles.
Es muy interesante el trabajo de S. Ferenczi, «El silencio es oro», así como otro sobre las palabras obscenas; este autor afirma la hipótesis según la cual «la vocalización y' la elocución, así como el erotismo anal. estarían estrechamente ligados, no sólo de forma ocasional y excepcional, sino sistemáticamente». El proverbio «el silencio es oro», podría muy bien representar la confirmación de esta hipótesis por la psicología popular. Obras Completas, t. II, pág. 334, Ed. Espasa Calpe.
[4] Nasio, J.-D., L’hystérie ou l’enfant magnifique de la psychanalyse, Ed. Rivages, París, 1990, pág. 91.

Comentarios

Entradas populares