“El amor y La Soledad: un salto desde lo imaginario a lo simbólico”
Por: Jesús Esteban Ruiz Moreno
DESDE LO IMAGINARIO
El amor se asocia, al menos en nuestra sociedad consumista, con las rosas, los regalos, los chocolates (no importa la denominación que sea), los peluches, las cenas románticas, y un largo etcétera. Diariamente vemos al amor mancillado por las condiciones imaginarias que lo rigen a priori. No haremos aquí una apología sentimentalista, no diremos que el amor debe ser lo más bello que le debe suceder a una persona, no diremos que el amor lo perdona todo – como decía San Pablo–[1], no diremos que hay una mitad de naranja en algún lugar del mundo y que es nuestro destino esperar por dicha mitad pues de otro modo nos lamentaremos con Arjona: “...nos reconocimos enseguida, pero tarde. Maldita sea la hora que encontré lo que soñé. Tarde...”[2]
Es nuestra intención poder dar un salto en las dimensiones que nos hemos propuesto; es un intento que haremos pues la condición que atrapa a todos los seres humanos se inserta, y nos remitimos exactamente a lo otorgado por la experiencia y la clínica psicoanalítica, en un terreno que parece no tener salida, y que desde ahora llamaremos el campo de lo imaginario. Envueltos en la maraña de la relación con el Otro nos vemos avocados a desintegrarnos en las mieles infinitas de la promesa de la completud y la no – falta haciendo de esta condición lo indispensable para poder relacionarnos y poder vivir con ese otro[3].
Es así como en la fusión imaginaria que intentamos hacer con el otro nos perdemos en el libreto fantasmático que nos hemos creado desde el inicio de los tiempos. Situémonos en el principio de la historia: es ahí donde empezamos este viaje de elucubraciones y respuestas marcando y creando nuestros propios fantasmas que nos van a rodear hasta la muerte: vano intento de defendernos de ese Otro que nos puede dar la vida o nos puede arrojar al olvido absoluto que supone muerte y destrucción bajo sus máscaras más siniestras, nos creamos la defensa posible contra lo que supone lo implacable y lo inafrontable, defensa que llamaremos respuesta imaginaria, esa respuesta que se constituye dentro de lo que denominamos fantasma, respuesta a medias con la cual poder seguir con la vida aunque sea soñando con los ojos abiertos e inventando historias para no enfrentar la realidad que nos persigue con su ascendente de lo Real, Real del cual no podemos escapar[4].
Es así como en la fusión imaginaria que intentamos hacer con el otro nos perdemos en el libreto fantasmático que nos hemos creado desde el inicio de los tiempos. Situémonos en el principio de la historia: es ahí donde empezamos este viaje de elucubraciones y respuestas marcando y creando nuestros propios fantasmas que nos van a rodear hasta la muerte: vano intento de defendernos de ese Otro que nos puede dar la vida o nos puede arrojar al olvido absoluto que supone muerte y destrucción bajo sus máscaras más siniestras, nos creamos la defensa posible contra lo que supone lo implacable y lo inafrontable, defensa que llamaremos respuesta imaginaria, esa respuesta que se constituye dentro de lo que denominamos fantasma, respuesta a medias con la cual poder seguir con la vida aunque sea soñando con los ojos abiertos e inventando historias para no enfrentar la realidad que nos persigue con su ascendente de lo Real, Real del cual no podemos escapar[4].
La experiencia nos enseña una simple e inmediata cosa que se remite a la infelicidad fundamental del sujeto, esto quiere decir que esta respuesta, este inventar fantasmático no será suficiente nunca contra lo acuciante de la existencia y hasta esta arma, que se ha inventado el sujeto en los recovecos más oscuros de su historia, se convertirá en una amenaza de doble filo, puesto que, donde él necesitaba un refugio para esconder la puesta en juego de su subjetividad, encuentra una salida “barata” y “fácil” que es enmascararla detrás de un escenario de fantasmagoría. La experiencia de nuestros pacientes nos enseña que esta fantasmagoría regresa y atormenta de un modo que nunca podrá deshacerse a través de la misma respuesta, no hay salida en el estatuto imaginario donde el sujeto se inserta y pone en juego, no su subjetividad, sino sus inserciones imaginativas – más no creativas[5]-. Claramente vemos que hay una atenuación de lo imaginario a través de la respuesta del sujeto, lo que Freud denominaba la compulsión a la repetición: encontramos que el sujeto responde por la vía fantasmática y esta respuesta no hace más que reventar, al mismo personaje, de más fantasmas y más imaginerías en vez de salvarlo de lo fundamental que lo atormentó alguna vez y que desde algún lado sigue golpeando de forma siniestra. Esta arma, en la cual el hombre creía verse en protección y refugio, se hace ahora con su filo más atroz que es el que se vuelve contra el propio inventor y lo destaja una y otra vez en los sablazos de lo imaginario que lo ataca sin cesar y lo sigue desmembrando, aun así, éste crea que lo tiene todo completo y no tiene necesidad de nada. De esto recuerdo una paciente que me dijo que lo tenía todo, que no le hacía falta nada, pero que en alguna parte de ella algo le faltaba.
Hay una trampa fundamental en esta vivencia que llamamos fantasma que no es otra cosa que lo imaginario en una de sus máximas expresiones, una de sus expresiones por excelencia. Jacques Lacan, psicoanalista francés, describe como una de las características fundamentales del registro de lo imaginario, de la imagen en cuanto tal, la captura del sujeto[6], cautivarlo para introducirlo en los laberintos de lo imaginario y no soltarlo más. Podemos decir que vivimos entre el miedo a lo arcano y el engaño que nos propone el registro imaginario con felices ensoñaciones, bueno, que intentan hacernos felices. Freud describió el proceso del fantasma, de la fantasía[7] con gran justeza en cuanto al hecho de que el sujeto crea un libreto fantasmático para poder ajustar la realidad a su realidad, –lo que denominamos realidad psíquica, –y poder encontrar una respuesta a las condiciones que se le imponen, no tanto como exigencias perceptivas, sino como tramitaciones frente al deseo. La persona encuentra una salida a su deseo cuando inventa este fantasma para poder satisfacer las exigencias que en la realidad serían imposibles de cumplir. Por otro lado, Lacan avanza y gira la tuerca que Freud instaló al pensar la función del fantasma, además del desempeño de la tramitación, como la puesta en juego de una defensa frente a la incompletud, frente a la falta[8], frente a sabernos que estamos solos y que siempre así estaremos...
En este registro intrincado y necesario para el sujeto se inserta la experiencia del amor. Recordemos la conocida fórmula freudiana que destila una concepción del amor desde la experiencia psicoanalítica, la que dice que el amor es la ilusión de completud que busca siempre el sujeto, es decir, la búsqueda perpetua del sujeto para fusionarse con su objeto y así ser completo. Es precisamente por este carácter ilusorio que se sitúa dentro del plano de lo imaginario. Lacan está de acuerdo también en pensar que el amor es imaginario en toda la magnitud del término aunque presenta otras características que iremos recorriendo más adelante. Dice de esto que el amor es una experiencia narcisista[9], esto no quiere decir otra cosa que el amor se sitúa dentro del plano de narciso y su imagen, el yo y el otro[10], es en esta conducción, en este camino donde se inserta el fenómeno amoroso, donde Lacan ubica la relación imaginaria.
Queremos hacer un salto a lo simbólico, creo que es necesario y prudente y posible...
[1] 1 Corintios, cap. 13, 7.
[2] ARJONA, Ricardo. Sin daños a terceros, Tarde. Tarde.
[3] GALLANO, Carmen. La alteridad femenina. Medellín. Edita Asociación de Foro de Psicoanálisis del campo Lacaniano de Medellín. 2002. p 12.
[4] Lo Real en el psicoanálisis determina las condiciones que le son extrañas al ser humano al punto de ser imposible algún tipo de tramitación, condiciones que son intratables para él. Debemos mencionar que lo Real difiere de la realidad en tanto la última sólo es producto de una operación discursiva que realiza el sujeto.
[5] Observando que lo imaginativo se remite a lo imaginario y lo creativo a lo simbólico.
[6] DYLAN, Evans. Diccionario Introductorio de Psicoanálisis Lacaniano. Buenos Aires. Paidós. 1997. p. 47.
[7] En la teoría se puede hacer la transición de esta palabra (de fantasma a fantasía) porque el fin de ésta nos remite a lo mismo: la formación fantasmática del sujeto y las fantasías que crea de manera consciente – sueños diurnos y ensoñaciones – y el fantasma inconsciente – fantasma originario.
[8] LACAN, Jacques. El Seminario, Libro IV, La Relación de Objeto. Buenos Aires. Ediciones Paidós. 1994.
[9] LACAN, Jacques. El Seminario, Libro XI, Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis. Buenos Aires. Ediciones Paidós. 1995.
[10] Aquí el otro no es mas que la imagen misma del propio yo.
HACIA LO SIMBÓLICO
Aquí hemos intentado hacer un esbozo de forma inversa, hemos empezado por el amor para redefinirlo a través de una característica constitucional que es la soledad de cada sujeto, eso que borramos de todos los modos, que no queremos ver porque nos remite a una soledad perpetua, que nos devora, que nos traga, en la que no somos absolutamente nada y en la que ni la nada misma nos puede remitir a algo. Hay para mí, dos vertientes de la soledad que debemos considerar. Una, se remite a la soledad cuando se ubica esta como una experiencia puramente defensiva, aquí el olfato teórico es un poco reducido, pero en el campo clínico es donde destella con una luminosidad estrepitosa. De esto recuerdo que cierta paciente que llevaba ya unos cuantos meses de análisis y que se arreglaba mucho para salir a la calle, empezó a vestirse de sudadera los días entre semana y no se maquillaba más, obviamente con este aspecto se negó a seguir saliendo de su casa exceptuando ciertas urgencias y motivos insustituibles. Al ir indagando sobre la causa de este pavoneo en la máscara del seguir arreglándose, que no era otra cosa que evitar seguir saliendo a la calle, encuentra que gracias a un fracaso amoroso inicia todo como un proceso gradual, primero no se maquillaba el rostro, después pasa a no vestirse bien, y se sigue extinguiendo poco a poco en este rutilar que la lleva solamente hacia lo oscuro, hacia una soledad que le duele, pero que prefiere antes que volver a su vida normal. No cabe aquí describir siguientes sesiones donde encontramos que la paciente era remitida a una escena donde era el padre quien la frustraba y esto se constituía como lo intolerable y para lo cual ella respondía con aquella forma de verse, de vestirse, de sentirse y de vivirse: una soledad que no invocaba otra cosa que una defensa para evitar la incompletud a través de la frustración que el padre hacía en ella. Este tipo de respuesta es muy similar a la función de defensa del fantasma que describimos en frases anteriores, es lo imaginario que salva, que evita un encuentro con la falta en ser del sujeto.
Hay otra concepción de soledad que me atrevería a decir que es simbólica y que permite vivir al amor – no ya como algo meramente imaginario – sino como algo que puede seguir la vertiente de lo simbólico con la realización – término que debemos usar con extrema prudencia – que todo esto supone o permite. De esto podemos articular que un sujeto solo puede amar de manera simbólica, término que pensamos de manera totalmente nueva[1], desarraigado de sus invenciones imaginarias que le permiten vivir en cierto momento, pero que después no hacen más que estorbarle para llegar a un nivel de vida que podríamos denominar correcto.
Desde el principio estamos arrojados del sitio divino donde pudimos ser alguna vez, donde las tinieblas que nos circundaban eran lo bastante densas como para indicarnos cuál era el destino que nos esperaba y así seguíamos en un pervivir mítico donde éramos Uno con el que nos preexistía. Al principio era el Uno: éramos nosotros fusionados con nuestro primer amor, amor de antologías que intentamos buscar en un otro que apenas aparece detentando rasgos que no son otra cosa que los rasgos de ese Unario en esa estructura fantasmática que creamos desde los inicios. El hombre actual se rige por la búsqueda de ese mito que era en el principio, buscamos eternamente volver a ese lugar, a ese momento, a esa instancia que nos proporcionara una lumbre en las tinieblas; seguimos intentando volver a amar de esa forma donde no sabíamos ni quién éramos, donde estábamos agarrados del Otro absoluto y no habían ni miedos ni miserias. Es de esta forma como seguimos buscando el amor enmarcado en el fantasma, en el enigma de lo indescifrable que se nos presenta como presentificación de algo que no es ya. No es un misterio, amamos de manera fantasmática. Vemos diariamente como sujetos entregan su vida, su dignidad, su autorespeto, su tiempo, sus explicaciones a un aparecido, a una persona que aparece no sé de dónde, pensando que esa persona es el amor de su vida, sacando de no sé dónde que el destino los tenía juntos antes de nacer como cierta película muy bella pero muy irreal[2] presenta. Eso es amar con el fantasma: es colgar sobre el caballete de nuestra existencia un lienzo que pensamos que es nuestra alma misma y que no resulta ser otra cosa que un lienzo muy fino y muy blanco que se compra en la tienda especializada de la esquina. Eso es el amor fantasmático: es poder pensar que la persona que encontramos hace unos meses, o peor aún: hace unas semanas, es la persona inseparable de nuestra vida, es el infinito “hasta que la muerte los separe”. Eso es encajar a alguien en el fantasma creyendo que tiene todo lo que necesitamos para ser felices.
Pero el verdadero hombre es aquel que puede amar al otro desde su soledad, desde los recovecos de su alma, desde las penumbras que lo habitan desde el inicio de los tiempos. Aquel que ama de forma simbólica asume que su muerte está cerca y es un “hasta que la muerte los junte” lo que lo hace nacer cada día nuevamente y hace querer reconquistar a ese otro que significa un enigma intrincado para él. Esa justa muerte es la que lo impulsa a poder seguir viviendo con la consciencia plena de la finitud de la existencia, pero del intento de una eternización de un solo momento que significa el estar con el ser amado para después perderlo y tenerlo como siempre se lo ha tenido: perdido. El hombre y la mujer que han aprendido a verter en su soledad sus lágrimas divinas porque saben que la vida tiene límites, porque saben de alguna manera que la existencia no es ninguna completud, sino más bien un espacio donde podamos luchar por algo que no tenemos, son sujetos de verdad, son seres de otro planeta que nos enseñan diariamente que en el entramado de nuestra vida hay verdades irreductibles que debemos que enfrentar tarde o temprano y que la mejor manera de hacerlo no es con nuestro sufrimiento ni nuestros síntomas que nos dan la certeza de que somos alguien –nuestro mismo dolor –sino con una respuesta simbólica que nos remita a la carencia más grande de nuestro ser. Esta escritura que se inventó Lacan del sujeto recorriendo el camino iluminado por Freud, pero llama que fue intentada apagar por sus mismos seguidores, es una forma fiel de lo que se alcanza en el recinto mágico de la soledad: $, un sujeto que ha sido partido en algún momento por separaciones que nunca podrá olvidar, pero que querrá olvidar de todas maneras. Es esa grieta la que se reconoce en la soledad y se sufre y se llora porque entendemos simbólicamente que la vida no es infinita, que esos cuentos del cielo y el infierno son solamente mentiras, porque va a existir un día en el cual ya no seamos lo que somos y simplemente dejemos de ser; son esas las lágrimas que nos toquen porque habrá nostalgias y habrá soledades perpetuas donde ya no estemos ni con nosotros mismos. Es ese abismo que nos recorre de principio a fin y que se descubre y se llora, como preparando la tumba, pero que también se disfruta y se aprovecha. Aquí empieza una nueva existencia, no ya de la mano del fantasma, sino de la mano de una lucha sagrada por seguir adelante con el pleno conocimiento de que algún día todo habrá de acabar, pero que por eso haremos algo digno con nuestra existencia, algo que sea digno después de que partamos, algo que sea digno de ser mencionado por los que de nosotros se acuerden.
Recuerdo que Lacan, en los años setenta, decía que el amor (la demanda de amor) parte de esa grieta que se encuentra desde el des – centro del Otro, él llamaba esa falta como el nombre de su seminario de aquel año: aun[3]. En la dialéctica de la relación del Otro con el sujeto se da una demanda de amor, es una forma de amor que se inserta en la complicada situación de esas dos instancias. Es de ahí, de ese encuentro simbólico con uno mismo, de esa soledad que nos hace construirnos como sujetos, que debe partir el amor. El amor no ya con un soporte fantasmático sino con una escenificación simbólica; saber que el otro no es eterno, que el amor no es para siempre, que las distancias que nos separen son insalvables, que “no hay relación sexual”[4], que en algunos terrenos no es posible el encuentro, que por eso el amor es tan parecido a la guerra, que nadie es propiedad del otro, que no hay cárceles posibles para el deseo, que deseamos y eso no es un pecado, eso basta... Lacan dice que “el amor pide amor. Lo pide sin cesar. Lo pide... aun. Aun es el nombre propio de esa falla de donde en el Otro parte la demanda de amor”[5]. Esto solamente nos indica, de manera muy compleja por cierto, que el amor es un encuentro de dos faltas, aquí retomo la frase que me diría un amigo en una noche de tragos: el amor es un encuentro de dos faltas ($ ♦ $), de dos faltas que se articulen con la soledad, con el encuentro de uno mismo en las cuatro paredes de sus momentos más sagrados, en las cuatro paredes del dolor más fecundo de saber que a lo único que nos debemos es a nuestra muerte, en las sombras que originen las luces más tremendas, luces de la ciudad, dos faltas que se encuentren en un momento de la vida sin precedentes y acuerden de manera tácita compartir los momentos de la vida sin importar de qué naturaleza sean estos, dos seres que desde su nada se habiten a sí mismos y que después salgan a la vida con lo atroz y lo hermoso, dos sujetos que desde el abismo infranqueable que los separa construyan puentes con sus palabras y sus decires, con sus angustias y sus suspiros, con sus ganas y sus vidas como clavándose en una cruz, la cruz de los cielos para extinguirse sin regreso, creando instancias que los salven de esa muerte, de esa falta inextinguible pero sólo por esta noche...
Hay otra concepción de soledad que me atrevería a decir que es simbólica y que permite vivir al amor – no ya como algo meramente imaginario – sino como algo que puede seguir la vertiente de lo simbólico con la realización – término que debemos usar con extrema prudencia – que todo esto supone o permite. De esto podemos articular que un sujeto solo puede amar de manera simbólica, término que pensamos de manera totalmente nueva[1], desarraigado de sus invenciones imaginarias que le permiten vivir en cierto momento, pero que después no hacen más que estorbarle para llegar a un nivel de vida que podríamos denominar correcto.
Desde el principio estamos arrojados del sitio divino donde pudimos ser alguna vez, donde las tinieblas que nos circundaban eran lo bastante densas como para indicarnos cuál era el destino que nos esperaba y así seguíamos en un pervivir mítico donde éramos Uno con el que nos preexistía. Al principio era el Uno: éramos nosotros fusionados con nuestro primer amor, amor de antologías que intentamos buscar en un otro que apenas aparece detentando rasgos que no son otra cosa que los rasgos de ese Unario en esa estructura fantasmática que creamos desde los inicios. El hombre actual se rige por la búsqueda de ese mito que era en el principio, buscamos eternamente volver a ese lugar, a ese momento, a esa instancia que nos proporcionara una lumbre en las tinieblas; seguimos intentando volver a amar de esa forma donde no sabíamos ni quién éramos, donde estábamos agarrados del Otro absoluto y no habían ni miedos ni miserias. Es de esta forma como seguimos buscando el amor enmarcado en el fantasma, en el enigma de lo indescifrable que se nos presenta como presentificación de algo que no es ya. No es un misterio, amamos de manera fantasmática. Vemos diariamente como sujetos entregan su vida, su dignidad, su autorespeto, su tiempo, sus explicaciones a un aparecido, a una persona que aparece no sé de dónde, pensando que esa persona es el amor de su vida, sacando de no sé dónde que el destino los tenía juntos antes de nacer como cierta película muy bella pero muy irreal[2] presenta. Eso es amar con el fantasma: es colgar sobre el caballete de nuestra existencia un lienzo que pensamos que es nuestra alma misma y que no resulta ser otra cosa que un lienzo muy fino y muy blanco que se compra en la tienda especializada de la esquina. Eso es el amor fantasmático: es poder pensar que la persona que encontramos hace unos meses, o peor aún: hace unas semanas, es la persona inseparable de nuestra vida, es el infinito “hasta que la muerte los separe”. Eso es encajar a alguien en el fantasma creyendo que tiene todo lo que necesitamos para ser felices.
Pero el verdadero hombre es aquel que puede amar al otro desde su soledad, desde los recovecos de su alma, desde las penumbras que lo habitan desde el inicio de los tiempos. Aquel que ama de forma simbólica asume que su muerte está cerca y es un “hasta que la muerte los junte” lo que lo hace nacer cada día nuevamente y hace querer reconquistar a ese otro que significa un enigma intrincado para él. Esa justa muerte es la que lo impulsa a poder seguir viviendo con la consciencia plena de la finitud de la existencia, pero del intento de una eternización de un solo momento que significa el estar con el ser amado para después perderlo y tenerlo como siempre se lo ha tenido: perdido. El hombre y la mujer que han aprendido a verter en su soledad sus lágrimas divinas porque saben que la vida tiene límites, porque saben de alguna manera que la existencia no es ninguna completud, sino más bien un espacio donde podamos luchar por algo que no tenemos, son sujetos de verdad, son seres de otro planeta que nos enseñan diariamente que en el entramado de nuestra vida hay verdades irreductibles que debemos que enfrentar tarde o temprano y que la mejor manera de hacerlo no es con nuestro sufrimiento ni nuestros síntomas que nos dan la certeza de que somos alguien –nuestro mismo dolor –sino con una respuesta simbólica que nos remita a la carencia más grande de nuestro ser. Esta escritura que se inventó Lacan del sujeto recorriendo el camino iluminado por Freud, pero llama que fue intentada apagar por sus mismos seguidores, es una forma fiel de lo que se alcanza en el recinto mágico de la soledad: $, un sujeto que ha sido partido en algún momento por separaciones que nunca podrá olvidar, pero que querrá olvidar de todas maneras. Es esa grieta la que se reconoce en la soledad y se sufre y se llora porque entendemos simbólicamente que la vida no es infinita, que esos cuentos del cielo y el infierno son solamente mentiras, porque va a existir un día en el cual ya no seamos lo que somos y simplemente dejemos de ser; son esas las lágrimas que nos toquen porque habrá nostalgias y habrá soledades perpetuas donde ya no estemos ni con nosotros mismos. Es ese abismo que nos recorre de principio a fin y que se descubre y se llora, como preparando la tumba, pero que también se disfruta y se aprovecha. Aquí empieza una nueva existencia, no ya de la mano del fantasma, sino de la mano de una lucha sagrada por seguir adelante con el pleno conocimiento de que algún día todo habrá de acabar, pero que por eso haremos algo digno con nuestra existencia, algo que sea digno después de que partamos, algo que sea digno de ser mencionado por los que de nosotros se acuerden.
Recuerdo que Lacan, en los años setenta, decía que el amor (la demanda de amor) parte de esa grieta que se encuentra desde el des – centro del Otro, él llamaba esa falta como el nombre de su seminario de aquel año: aun[3]. En la dialéctica de la relación del Otro con el sujeto se da una demanda de amor, es una forma de amor que se inserta en la complicada situación de esas dos instancias. Es de ahí, de ese encuentro simbólico con uno mismo, de esa soledad que nos hace construirnos como sujetos, que debe partir el amor. El amor no ya con un soporte fantasmático sino con una escenificación simbólica; saber que el otro no es eterno, que el amor no es para siempre, que las distancias que nos separen son insalvables, que “no hay relación sexual”[4], que en algunos terrenos no es posible el encuentro, que por eso el amor es tan parecido a la guerra, que nadie es propiedad del otro, que no hay cárceles posibles para el deseo, que deseamos y eso no es un pecado, eso basta... Lacan dice que “el amor pide amor. Lo pide sin cesar. Lo pide... aun. Aun es el nombre propio de esa falla de donde en el Otro parte la demanda de amor”[5]. Esto solamente nos indica, de manera muy compleja por cierto, que el amor es un encuentro de dos faltas, aquí retomo la frase que me diría un amigo en una noche de tragos: el amor es un encuentro de dos faltas ($ ♦ $), de dos faltas que se articulen con la soledad, con el encuentro de uno mismo en las cuatro paredes de sus momentos más sagrados, en las cuatro paredes del dolor más fecundo de saber que a lo único que nos debemos es a nuestra muerte, en las sombras que originen las luces más tremendas, luces de la ciudad, dos faltas que se encuentren en un momento de la vida sin precedentes y acuerden de manera tácita compartir los momentos de la vida sin importar de qué naturaleza sean estos, dos seres que desde su nada se habiten a sí mismos y que después salgan a la vida con lo atroz y lo hermoso, dos sujetos que desde el abismo infranqueable que los separa construyan puentes con sus palabras y sus decires, con sus angustias y sus suspiros, con sus ganas y sus vidas como clavándose en una cruz, la cruz de los cielos para extinguirse sin regreso, creando instancias que los salven de esa muerte, de esa falta inextinguible pero sólo por esta noche...
[1] Digo esto porque no recuerdo el mismo término en algunos otros autores que he tenido la oportunidad de leer.
[2] Alusión a la cinta “Donde nos nacen los sueños”.
[3] LACAN, Jacques. El Seminario, Libro XX, Aun. Buenos Aires. Ediciones Paidós. 1981.
[4]Ibid.
[5] Ibid.
[2] Alusión a la cinta “Donde nos nacen los sueños”.
[3] LACAN, Jacques. El Seminario, Libro XX, Aun. Buenos Aires. Ediciones Paidós. 1981.
[4]Ibid.
[5] Ibid.
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